¿Llega la paz?

 

El control de los precios en la zona franquista,
facilitado por la suficiente producción alimenticia y de los tradicionales
artículos
españoles de exportación, supuso que la peseta de Franco, acuñada
e impresa en la Italia
fascista, sólo se depreciase un 27’7% durante toda la guerra. Salvo los de la
ropa y los zapatos, los precios franquistas no sufrieron un gran
encarecimiento. Sin embargo, España, la que tanto utilizaban como justificación
de sus despropósitos, estaba completamente destruida. Esto era lo que habían
logrado los defensores del “orden”. Una producción, no sólo industrial, sino
incluso agraria, por debajo de la del año antes del inicio de la guerra
(in)civil, a pesar de las impulsiones, en ambos bandos, de “economías de
guerra”. Puentes, carreteras, puertos, tendidos eléctricos y de comunicaciones,
redes ferroviarias… todo destruido. Se había perdido la tercera parte de las
locomotoras y la mitad del material rodante del ferrocarril, aproximadamente:
el 60% de los vagones de pasajeros y el 40% de los de mercancías. Y eso que se
habían comprado (a plazo, por el bando franquista) grandes cantidades de ellos.
Se había hundido o fugado al extranjero el 25% de los buques mercantes. Se
habían derribado 250.000 viviendas, y otras tantas estaban arruinadas. Tussell,
en “Dictadura franquista y democracia”, hace un interesante análisis
comparativo con la devastación de la IIª Guerra Mundial. Por si fuera poco, el
país, no sólo se había quedado sin divisas y metales preciosos, que se habían gastado
en comprar armamento, víveres y medicinas, sino que el bando franquista había
endeudado increíblemente a la España que había conquistado, antes de que fuera
suya, por muchos años, especialmente con las potencias nazi-fascistas, que iban
a exigirle su reembolso sólo dentro de pocos meses, cuando les iba a resultar
necesario para mantener su insensata guerra. Aunque, bien pensado, todas las
guerras son insensatas. Y también lo son quienes las provocan, aunque no las
comiencen.

Además el sistema monetario era caótico. La guerra y las
represiones se habían llevado por delante, como mínimo, unas 250.000 personas,
casi el 1% de la población, el 3’5% de la población activa (aunque algunas
fuentes duplican estas cifras de muertos, a  los que habría que añdadir un innúmero de heridos, inválidos y mutilados) que retrocedía a niveles de nueve años antes, a
lo que había que sumar quizás el doble de expatriados, y otros tantos prisioneros
de guerra, represaliados republicanos o familiares de los mismos, cautivos en
cárceles, formales o improvisadas, y campos de ¿concentración? ¿Concentración
para qué? ¿Concentración hacia  dónde? En
realidad, igual que los nazis, eran campos de exterminio. En realidad toda
España era un completo campo de exterminio, como iban a demostrar los próximos
años, en los que el hambre, las enfermedades y el cautiverio se cobrarían casi dos
millones adicionales de personas. Aunque se culpó a la sequía, a los temporales
y las malas cosechas lo cierto es que el trigo marchaba camino de Alemania, en
pago a las deudas de guerra de Franco de la guerra de Franco. Se puede decir
que el hambre formaba parte de la represión a los republicanos, a los que se
incautaron sus propiedades y se les negaba un puesto de trabajo por sus
“antecedentes penales” o políticos, o “desafección al régimen”: la muerte y la
enfermedad no fueron equitativas, sino dirigidas, direccionadas, hacia el
exterminio de “la estirpe de los demócratas”. Desde el punto de vista económico
lo peor era que la mayoría de los expatriados y represaliados eran trabajadores
de alta cualificación, mientras que la gran masa de los afectos, forzados o de
grado, al franquismo, eran labriegos inmersos en el opresivo entorno rural.

    El 1 de abril, el Cuartel General del Generalísimo
comunicó, con su habitual laconismo propagandista, que, cautivo y desarmado el
ejército “rojo”, las tropas nacionales habían alcanzado sus últimos objetivos,
con lo que la guerra había terminado (era la misma frase que el Duce había
utilizado cuando comunicó que había completado la “conquista de Abisinia”) seguido
de los consabidos ¡Viva Franco! y ¡Arriba España! Según el Partido Comunista,
unos cuatro meses antes, durante la batalla del Ebro, el Subsecretario de Esado
alemán escribía en un memorandum que si Franco no recibía abundante cantidad de
hombres y material de guerra, sólo se podía esperar que terminase pactando con
“los rojos”. Que, según el diario de Ciano, el italiano Gambara se había hecho
cargo de todas las fuerzas españolas desde mediados de enero. Y que, según el
embajador alemán, las operaciones franquistas desde mediados de febrero se
realizaban con la vanguardia italiana. Estados Unidos reconoció de inmediato al
régimen dictatorial de Franco como representante legítimo de España. Mientras
tanto Negrín creó en París el Servicio de Evacuación de los Republicanos
Españoles, con intención de controlar y seleccionar la ayuda a sus partidarios.
El 2 de abril, ABC publicó que el Papa Pío XIIº había enviado un telegrama
felicitando a Franco, por el que agradecía al Señor, junto “con V.E., deseada
victoria católica España”. Casi dos años antes el Cardenal Gomá había dicho que
la guerra civil española era “un plebiscito armado”. Es una lástima que no
acaten de la misma forma los designios divinos y los plebiscitos cuando se
expresan pacíficos. Y, sobre todo, cuando son contrarios a sus intereses. Durante
la guerra, en la zona franquista, habían nacido muertos el 4% de los niños.
Otro 14% más morían antes de cumplir el año de edad. En conjunto, casi uno de
cada cinco nacimientos terminaba en muerte antes de un año. Piojos, chinches,
sarna, tiña y enfermedades venéreas infestaban barrios enteros en las grandes
ciudades.

Terminada la guerra, el “New York Times” pidió a Herbert
Mathews que no remitiese más artículos emotivos sobre los campos de refugiados
en Francia. El silencio en contra de la verdad. Política en lugar de
periodismo. El 3 de abril, en una alocución por Radio Nacional de España,
Franco justificó que la sangre de los caídos no consentiría el olvido ni la
traición. Por si alguien dudaba que se fuese a restaurar una monarquía
parlamentaria. Por lo menos en varios decenios. O que fuese a “perdonar” a
nadie ¿Por qué delito? Por haber sido demócrata o por no haberle entregado todo
el poder absolutista desde el mismo momento en que lo pretendió. Ya Joan
Perelló, obispo de Vic, había indicado el plan de actuación: “un bisturí para
sacar el pus de las entrañas de España, verdaderamente corrompida en su cerebro
y corazón, en ideas y costumbres”. Y, antes aún, los había cuantificado el
Capitán Aguilera, conde de Alba y Yeltes, uno de sus jefes de prensa de Franco:
“(…) los españoles (…) son una raza de esclavos (…) y no cabe esperar que se
libren del virus del bolchevismo (…) nuestro programa consiste en exterminar un
tercio de la población masculina de España”. “Con eso se limpiaría el país y
nos desharíamos del proletariado”. Alguien puede dudar de que esa fuese la idea
de la generalidad de los que decían defender a Dios, la Patria y a la Justicia.
Pero lo cierto es que, durante casi tres años, se habían dedicado con énfasis a
dicho cometido, y ahora tenían la oportunidad de culminarlo. Si a Franco no le
hubiesen gustado tales declaraciones a los medios de comunicación británicos
podía haberlas desmentido, haber destituido a su jefe de prensa. Pero no lo
hizo: ni lo desmintió ni lo sustituyó hasta tiempo más tarde.

Las “checas” falangistas, las cárceles, tradicionales o
improvisadas, o los campos de prisioneros de guerra, que se extendían por toda
España, continuaban con tal labor, aunque aquella, teóricamente, había
terminado. Había 190 de los que los alemanes llamarían campos de exterminio,
aunque, eufemísticamente, se referían a ellos, igual que en España, como campos
de “concentración” -¿Para qué? ¿Hacia dónde?- o de trabajo. Durante los dos
primeros años de guerra los franquistas habían capturado a 121.000 prisiones de
guerra, de los que habían conseguido encuadrar a 90.000 en batallones de
trabajo. Sin contar los 20.000 que ya habían sido reclasificados y enviados a
prisión. Tras la batalla del Ebro y la conquista de Barcelona se añadieron
116.000 más, distribuidos entres los campos de San Juan de Mozarrifar y San
Gregorio, en Zaragoza, fundamentalmente, pero también en Andalucía y
Extremadura (que se parecían a Cuba durante el mandato de Weyler, uno de los
inventores de los campos masivos de prisioneros, próxima ya su independencia y
el desastre español) lo que sumaba 237.000 en total. Al terminar la guerra
dicha cifra había aumentado hasta los 367.000 o quizás 500.000 prisioneros de
guerra. No se privaron de apresar entre 140.000 y 177.000, según las fuentes, en
los últimos días de ofensiva, que, a pesar de que ya se había terminado la
guerra, mientras se investigaba sus “responsabilidades” por obedecer a las
autoridades legítimas y defender la democracia, pasaron a campos provisionales
de prisioneros de los Cuerpos de Ejército, en Guadalajara, Teruel, Cuenca,
Medinaceli, Alcázar de San Juan, Manzanares, Valdepeñas, Santa Cruz de Mudela,
etc., etc.. Se calcula que, sumando campos de prisioneros de guerra y
encarcelados, los franquistas sometían a trabajos forzados, hambre,
enfermedades, castigos, torturas y muerte a medio millón de personas. No había
la menor intención de dar por concluida la guerra, ni de “reinsertar” a los
cautivos a la sociedad.

Su intención era el exterminio físico o, cuando menos, su
quebrantamiento moral, según concepción propiamente militar, haciendo
inhábiles, para el resto de sus días, para el combate. Esta era la seguridad
que pretendían: la sumisión o la muerte. Propiamente terrorista. Propiamente
fascista. Lo que eran. No querían seres humanos, sino esclavos. Exactamente
igual que Hitler. En el campo de prisioneros de guerra de San Marcos murieron
de hambre y frío 800 personas. En Albaterra, en Alicante, en la Granjuela, en
Córdoba, y en Castuela, en Badajoz, se realizaron fusilamientos masivos o
disparos al azar, como en los campos de exterminio nazis. Se les enterraba
apresuradamente, algunos de ellos estando aún vivos. En Castuera se llevaba a
los “escogidos” hasta una mina para fusilarlos, y allí dejaban los cadáveres.
Si continuaran oyendo sus gritos los remataban con granadas de mano. Para
ocultar sus crímenes cegaron dichas minas, por lo que se desconoce la cifra de
asesinados que albergan. El hambre, las epidemias y el suicidio por agotamiento
nervioso eran otros métodos también utilizados para el exterminio. De Levante
pudieron escapar hacia Túnez 15.000 republicanos que, de inmediato, los
franceses internaron en los campos de concentración de Yettat y Gafsa, en
Bizerta, y Jadyerat-M’guil, Boggar, Berruaggia y Dyelfa, en Argelia, en
condiciones realmente exterminadoras. Entre ellos estaba Cipriano Mera. De los
que llegaron a territorio metropolitano los franceses separaban, en un primer
momento, a los hombres con adecuada condición física, que eran internados en
improvisados campos de concentración, simples alambradas en la arena a la
orilla del mar, en el Sudeste de Francia.

El resto, unos 170.000, mujeres, niños, ancianos y
enfermos, pasaron por los campos de clasificación de Prats de Molló, La
Tour-de-Carol, Le Boulu, Bourg-Madame y Arles-sur-Tech. Tras lo cual se les
envió a centros de acogida, dispersos entre 70 departamentos administrativos
franceses. Según la Cámara de Diputados francesa había 90.000 refugiados en
Saint-Cyprien, 77.000 en Argelès-sur-Mer, 46.000 en Prats de Molló y en
Arles-sur-Tech, y 13.000 en Barcarès, lo que suman 226.000, a los que hay que
añadirles otros 50.000 que afirmaban que habían vuelto a España. Por lo que,
apenas 15 días antes, habrían supuesto cerca de 280.000, en total. Geneviève
Dreyfus-Armand los reduce a 275.000, y hasta 223.000 Bennassar. El brigadista
letón Emil Shteingold remitiría un informe a Moscú en el que explicaba que el
campo de concentración de Saint-Cyprien era una franja de tierra arenosa
(¿marisma?) sin ninguna vegetación, de dos kilómetros de largo por entre 400 y
500 metros de ancho, limitada por el Mediterráneo y una ciénaga, por ambos
lados. Estaba dividida en corrales cuandrangulares, cercados por alamabradas de
espino. Había ametralladoras amenazando contra cualquier intento de fuga o motín.
Este dato, no corroborado por otras descripciones, es sumamente significativo
del concepto que los franceses tenian de lo que era un “refugiado” republicano.
En la playa se situó un larguero sobre dos pilones, bajo el cual subía la
marea, y que hacía de letrina. En agradecimiento a la acogida dispensada por el
Gobierno socialista francés, lo denominaron “Boulevard Daladier”. Al subir la
marea, y por el relente, la arena se humedecía, por lo que no podían
enterrarse, sino que debían dormir en la superficie. Así que se arrejuntaban
cinco o diez hombres, para darse calor unos a otros. Dormian sobre los capotes
y mantas de unos y arropados con los de otros, entre todos.

    No podían girarse porque, si entraban en contacto con la
arena húmeda, con el viento, que podía helarla, podrían coger una neumonía. No
había separación ni atención para los heridos y los enfermos, por lo que hubo
una elevada mortandad, de unos cien al día. Esto significaba un tercio de los
concentrados al año. Indudablemente esta cifra debió mejorar posteriormente,
quizás cuando ya no quedaran heridos de guerra, todos hubiesen muerto o sanado,
y, con el verano, mejorase la climatología. Los demás campos de concentración
eran similares al de Argelès-sur-Mer. El único que era distinto, mejor, era el
de Barcarès, porque a él llevaron los que pidieron volver a España de
inmediato. Tenía barracones, pero su capacidad, para unas 50.000 personas, muy
pronto quedó superada. Tales barracones, de unos ocho pasos de ancho por
treinta de largo, acogían a 70 hombres, sin distinguir edad ni procedencia. No
tenían suelo ni ningún tipo de mobiliario, por lo que dormían y comían
acostados o sentados en la arena. Un zurrón o una manta delimitaban el espacio
vital de cada uno. La alimentación era insuficiente, tanto en cantidad como en
poder nutritivo. Daban dos cucharones de sopa por persona, en la que se
encontraban algunos garbanzos desperdigados, nadando. Era una suerte si te
caían cuatro en un plato. Para mejorar la situación trataron de convertir en
permanentes los campos de clasificación de Arles, Prats de Molló y
Bourg-Madame, pero no prosiguieron con tal plan al comprobar que se producían
muertes de frío.

Desde más de un mes antes se fueron abriendo otros campos
de concentración, como los de Bram, Agde, que se convertiría en el “campo de
los catalanes” debido a las gestiones de la Generalidad en el exilio,
Vernet-les-Bains, Rivesaltes, Septfonds, Tarn-et-Garonne, etc. El primero,
cerca de Carcasona, alojaba a 17.000 concentrados, y tenía el privilegio de una
enfermería con 80 camas, y que no lo custodiasen senegaleses, sino tropas
indochinas. El segundo agrupó a 10.000 personas. El tercero, entre Saverdun y
Foix, había sido un campo disciplinario durante la Iª Guerra Mundial. Estaba
dividio en tres secciones sobre 50 hectáreas de terreno, rodeado de alambradas
de forma anárquica. Los barracones, que ya estaban en ruinas, contaban con
celdas y vallados de castigo, a los que llamaron “el cuadrilátero” o “el
picadero”. Estaba completamente incomunicado del exterior. En él se agrupaban
los que los franceses consideraron peligrosos para la seguridad pública. Entre
ellos los componentes de la 26 División, la antigua “Columna Durruti”, y 150
brigadistas internacionales, alojados en la que se llamó “barraca de los
leprosos”. El Gobierno de Vichy permitiría que los alemanes se hiciesen cargo
de él, convirtiéndolo en un auténtico campo de exterminio. Para uno de dichos
brigadistas, Arthur Koestler, en el aspecto de la comida, las instalaciones y
la higiene, estaba incluso por debajo de los estándares típicos de un campo de
extermino auténticamente nazi. En dicho mes se abrió el de Gurs, al que
enviaron a refugiados vascos, aviadores y brigadistas internacionales, en total
19.000 personas sobre 79 hectáreas de barrizal.

Sus 382 barracones, insuficientes para tal concentración,
aún se atestaron más cuando el Gobierno de Vichy les sumó refugiados judíos,
huidos de la ofensiva alemana por el Este europeo. Es lógico que, en tales
condiciones, la mortandad fuera terrible. En Saint-Cyprien oscilaron entre 100
y 50 al día. En Arles-sur-Tech llegó a haber 20 muertos en una sóla noche, aunque
la media era de un mínimo de 30 a la semana. Todos ellos iban destinados a
fosas comunes. Unos 10.000 heridos y enfermos recibieron asistencia en los
hospitales de Perpiñán o Amélie-les-Bains, o en barcos hospital, en
Port-Vendres, como el “Marèchal Lyautey” o el “Asni”. El Servicio al Refugiado
Español, el Comité de Acogida a los Niños de España, financiado por la
Confederación General del Trabajo francesa y La Liga Francesa por los Derechos
del Hombre, o la Comisión Internacional para la Ayuda a los Refugiados
Infantiles, financiada por los mormones, colaboraron a suplir las carencias
alimentarias. Al cabo del tiempo los supervivientes fueron enfermando de
desesperanza y tedio, a lo que llamaron “arenitis”. Otros consiguieron
organizar actividades deportivas o culturales. Por ejemplo, la Federación
Universitaria Española o la Federación Española de Trabajadores de la Enseñanza
consiguieron editar periódicos, como “Barraca”, en Argelès, el “Boletín de los
Estudiantes”, en dicho campo y en Gurs, la “Hoja de los Estudiantes”, en
Barcarès, “Altavoz”, en Saint-Cyprien, o “Foc Nou”, en Agde. Apareció un
asqueroso mercado negro, en el que, como es habitual, participaron los guardias
de los campos, sobre la base de que los refugiados habían llevado oro,
conseguían alguna retribución por los trabajos que hacían para comerciantes y
agricultores de la zona, o como intercambio por lo que recibiesen de las
organizaciones de apoyo o caridad. Todos lo supervivientes coinciden en que, en
conjunto, recibieron el trato del ganado por los franceses.

Tras el desorden de las primeras semanas la
administración pública francesa, con la ayuda de los propios refugiados,
consiguió una mínima organización, la construcción de barracones o aportó medios
para una higiene básica. Sólo permitieron salir de los campos de concentración
a los se comprometiesen a no pedir jamás ayudas del Estado francés, y que
tuvieran familiares asentados en Francia que los avalasen. Fue notorio el
cambio sobre la tradición de asilio político, típica de dicho país, que había
ejercido durante las tres primeras oleadas de refugiados, respecto del
comportamiento al final de la guerra (in)civil española. Como atenuantes, que
no con efectos justificatorios, se puede alegar la masiva entrada que se
produjo en tal momento, que la aministración pública francesa debió prever,
puesto que se veía venir, y no lo hizo -si bien es cierto que los políticos
republicanos, en especial Negrín, reiteraron hasta la saciedad que Barcelona
resistiría hasta el fín- así como el temporal de frío y lluvia. De todas formas
es innegable que, al menos durante el primer mes, las condiciones fueron por
completo inhumanas. Y también que a Francia le costaba entre 15 francos al día
cada refugiado, y 60 si precisaba asistencia sanitaria u hospitalización, lo
que sumaba más de siete millones de francos por cada día. Que, además, se tenía
el convencimiento de que eran, mayoritariamente, comunistas -lo que, desde
luego, no era verdad- a los que Daladier consideraba tan peligrosos como les
parecían a Franco. “Le Populaire”, “L’Humanité”, “Ce Soir” u otras
publicaciones izquierdistas denunciaron las ignominiosas condiciones de los
campos de concentración de republicanos españoles.

Pero, las de derechas, que se habían opuesto a su
entrada, desde el primer momento, con el mayor extremismo, continuamente
presionaban al Gobierno para que se deshiciese de los “indeseables españoles”, “hez
de las cárceles catalanas”, y se les “devolviese” a Franco de inmediato. La
revista “Candide”, dos meses antes, se había quejado de que se les diese de
comer. Para “Le Figaro” los republicanos españoles eran unos vagos que no
querían colaborar. “Action Française” se negaba a que Francia se convirtiese en
el estercolero del mundo. Parecida opinión tenían (y hacían) “Le Petit
Parisien”, “La Dépêche du Midi”, “L’Independant des Pyrénées-Orientales”, “La
Garonne” o “La Croix”. Así estaba la situación en Francia. Sin embargo
cambiaría al poco tiempo. Se llegó al hastío, a un equilibrio de fuerzas, que
produjo la completa despreocupación popular por lo que les ocurriese a los
refugiados españoles. El mismo pueblo que sólo unos meses antes seguía
angustiado por la situación de la República Española y compadecido de sus
sufrimientos. Sólo los sectores más politizados de la izquierda continuaban con
tal preocupación. En tales circunstancias a los refugiados españoles en Francia
se les presentaban cuatro perspectivas de futuro: caer en manos de Franco,
rumor que se extendió por todas partes, entregados por el Gobierno francés,
volver a emigrar a otros países europeos o americanos, para lo que se
necesitaba dinero para pagar el transporte, aceptar la oferta de integrarse en Compañías
de trabajadores que había organizado la administración pública francesa, o,
para los varones, enrolarse en la Legión Extranjera de dicho país. Las
autoridades francesas hicieron cuanto estuvo en su mano, incluso engañarles,
para forzarlos a la primera opción, la más barata, inmediata y con menos
riesgos para ellas. Así habían conseguido que, dos meses antes, con la guerra
sin terminar, regresasen 50.000 refugiados. Con tal objetivo se comprende que
no tuvieran el menor interés en humanizar las condiciones de “acogida”.

Unos 40.000 se decidieron por reemigrar, la mayoría a
Hispanoamérica, lo que se demostró la elección más acertada, si se contaba con
medios para hacerlo, aunque supusiese romper los lazos con familiares, amigos,
tierras, propiedades, medios de vida, paisajes, convivencia, añoranzas, todo lo
cual el franquismo haría contingente, cuando no imposible, incluso con riesgo
para la supervivencia, igual que la marea nazi que haría sufrir a toda Europa.
Otros 50.000 ó 60.000 se integraron en las Compañías de Trabajadores
Extranjeros, y entre 6.000 y 10.000 en la Legión Extranjera y Cuerpos
similares. Dos años antes el Presidente Lázaro Cárdenas, que siempre había
apoyado y ensalzado a la República Española, acogió a 500 niños españoles, los
célebres “niños de Morelia”, para salvarlos de la guerra sin cuartel ni respeto
a los derechos humanos, a las poblaciones, a los civiles, a los enfermos,
ancianos y niños, que se llevaba a cabo en España, y pronto iba a experimentar
el resto del mundo. Terminada la guerra (in)civil española hizo cuanto pudo,
tal vez incitado por el Gobierno francés, para que fuesen a Méjico los
exiliados republicanos. La Unión Soviética no llegó a acoger ni a 3.000, en su
mayor parte dirigentes comunistas y bastantes “niños de la guerra”. Bélgica
recibió entre dos y tres mil niños. El derechista Gobierno de la República
Argentina puso todos los impedimentos posibles, permitiendo sólo la entrada de
2.500 exiliados españoles, especificando que, a ser posible, fueran vascos. Razonaría
que era más difícil que entre éstos hubiese comunistas. No obstante se vió
obligado a aceptar 60 intelectuales que navegaban en el “Massilia” con rumbo a
Chile, dada la campaña realizada por el periódico “Crítica” y quienes lo
apoyaron.

Entre los que serían albergados estaban Claudio Sánchez
Albornoz, Francisco Ayala, Luis Jiménez de Asúa o Pere Corominas, que, entre
otros elevarían el tono universitario y cultural de su país de acogida,
fundando editoriales como Losada, Sudamericana, Emecé, Botella al Mar o
Pleamar. Pablo Neruda, que, entre poesías, ejercía como cónsul del Frente
Popular chileno de Pedro Aguirre Cerda en París, consiguió que los buques
“Winnipeg”, “Formosa”, “Orbita” y “Massilia” llevaran a su país a 2.271
exiliados. Entre Venezuela y Cuba debieron recibir otros 2.000, mientras que
Colombia sólo acogió a unos 200, a pesar de que su Presidente, Eduardo Santos,
era admirador de Azaña y la República Española. Gran Bretaña sólo admitió a
funcionarios importantes, o a los republicanos que fuesen avalados por
ciudadanos británicos, lo que no sumó más que unos centenares. Tanto como
Estados Unidos. Esto significa que, a pesar de todo, el esfuerzo de Francia fue
inmenso, sobretodo si se le compara con los pocos miles que se marcharon al
resto de Europa. Los republicanos españoles rehusaban alistarse en la Legión
Extranjera, que les recordaba la odiosa Legión y los legionarios, de los que
había soportado sus terribles, alocados, suicidas, asaltos a la bayoneta, y la
no menos terrible ocupación de poblaciones y deafueros con los civiles,
expecialmene con las mujeres. Quizás por ello se crearon las Compañías de
Trabajadores Extranjeros francesas, una especie de Legión Extranjera para
labores civiles. Sus integrantes, que estaban militarizados, no se consideraban
trabajadores, sino “prestatarios de servicios”, por lo que se les excluía de
cualquier legislación social, ganaban entre medio y cinco francos, si se le suma
la prima de productividad. Trabajaron en las minas, la industria militar y la
agricultura. También crearon los Regimientos de Marcha de Voluntarios
Extranjeros, para vencer la renuencia de los que no querían integrarse en la
Legión Extranjera. Aún así varios miles lo hicieron en ella directamente.

    

El 7 de abril, en una reunión en el Kremlin, ante Molotov, Beria y
Dimitrov, Stalin culpó al Partido Comunista de España por no haber mantenido la
resistencia hasta el final. Mussolini invadió Albania. Hitler denunció el
Tratado naval germano-británico de cuatro años antes, lo que significaba que
tenía intención de fletar buques de guerra en número, tonelaje y dimensiones
superiores a las pactadas. En realidad llevaba años haciéndolo, y le parecería
que era imposible seguir ocultándolo. O quizás se tratase de una amenaza a la
opinión pública británica, sobre las consecuencias que podría traer una guerra
contra Alemania. El 20 de abril, tres semanas después del fin de la guerra, el
Comité Contrario a la Intervención Extranjera en la guerra española, después de
30 sesiones plenarias inútiles, concluyó que había cumplido su misión (puesto
que había ganado el nazi-fascismo) sin llegar a reconocer nunca que habían
participado en ella tropas regulares italianas (a pesar del Tratado de
intercambio de prisioneros en el que intervinieron buques británicos) y
alemanas, además de los mercenarios “regulares” marroquíes. La representación
había acabado. Ese mismo día desembarcó en Veracruz el primer grupo de 77
exiliados republicanos. El buque “Vita” llegó a Veracruz, lo que originó una
polémica en el Gobierno republicano en el exilio. El “virreinato” de Queipo de
Llano acumulaba 75.000 prisioneros. Sólo en Castuela había 10.000, en 70
barracones atestados, desde hacía casi un año. Los de la provincia de Badajoz,
Huelva y Málaga estaban hacinados, por lo que se abrieron otros en Sanlúcar,
Antequera, Ronda, Cádiz y Sevilla, y, posteriormente, en Valladolid, Palencia,
Astorga, Ciudad Rodrigo, Salamanca, Toro, Santiago de Compostela, la Puebla del
Caramiñal, La Coruña, Mollerusa, Toledo, etc., etc.. A primeros de mayo se
crearon auditorías de guerra en todas las provincias.

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