1.918, 19 de diciembre: fin de la ¿República Soviética de Alemania?

Al conocer tales acontecimientos, oponiéndose a la voluntad de Ebert de mantener la monarquía, aunque fuese con cambio dinástico, Scheidemann, el otro socialdemócrata Secretario de Estado, salió al balcón y proclamó directamente la República. Sin embargo llegó tarde, porque, simultáneamente, Liebknecht había hecho pública la suya. Horas más tarde, en el Ayuntamiento, éste la modificó en República Socialista Libre de Alemania. Con ello, sin mayor respaldo legal, desaparecía el IIº Imperio Alemán, el reino de Prusia, la monarquía alemana y prusiana, Guillermo IIº perdía sus dos coronas, dejaba de ser soberano, y también desaparecían los tres himnos oficiosos que lo representaban. Uno de ellos cantaba “¡Hola a ti, en tu corona victoriosa! ¡Hola a ti, Emperador!”, en alemán “Heil Kaiser, dir!”. No cabe duda de dónde tomó Hitler su saludo obligatorio “¡Hola, Hitler! ¡Hola Jefe, Guía, Caudillo, Conductor!”, que sería la traducción del italiano Duce, y del rumano Conducator, posiblemente para cimentar su objetivo de implantar un tercer imperio, Reich, alemán. Lo curioso es que dicho himno fue escrito siglo y cuarto antes para Cristian VIIº de Dinamarca, y adaptado y adoptado tres años después para y por Prusia. Lo curioso es que la música original fue compuesta para celebrar la curación de las fístulas anales de Luis XIVº, que pasó a ser el himno real francés, “Domine, salvum fac regem”, hasta al advenimiento de la República. Y que fue imitado y adaptado para el Gran Ducado de Luxenburg, para el himno real de Noruega, y se supone que Händel la adaptó y vendió como himno de la monarquía de Hannover, de donde pasaría a Prusia y a Gran Bretaña, el único lugar que aún la conserva, el último en llegar, como el himno oficioso Good save the queen/king, según los casos. Obsérvese, que, al igual que la música, la semejanza con el título del himno real francés no puede ser más notoria. Ante tal situación, Ebert propuso un Gobierno de coalición de ambos partidos socialdemócratas, incluyendo a Liebknecht. Sin embargo éste exigió retener el control sobre los soldados y soviets obreros. En la vorágine de todos estos acontecimientos, dado el precedente de su aliado, el emperador alemán, y lo ocurrido con la familia imperial rusa, Carlos Iº decidió abandonar el poder.

Los diputados austriacos, dada la nueva situación alemana, proclamaron entonces la República de Austria, a la que ya habían declarado independiente de Hungría, pero esta vez federada a la constituida República de Alemania, a la que deseaban que se incorporasen los demás territorios germánicos del imperio Austro-Húngaro. Aquella noche un centenar de dirigentes revolucionarios tomaron el Reichtag y formó un Parlamento revolucionario, a imitación de lo ocurrido en Francia 70 años antes. Su primera decisión fue convocar elecciones a soviets para el día siguiente, domingo, en todas las empresas y Regimientos de Berlín, cuyos miembros se constituirían en Consejo (en ruso Soviet) de los representantes del pueblo. Como no podía conseguir que se desconvocaran, Ebert envió oradores a todas las empresas y Regimientos de Berlín, convenciéndolos de que debían confiar en el Gobierno conjunto de los dos Partidos. La exigencia de “unidad de la clase obrera” se volvió contra los que la habían proclamado, resultando que en la reunión del Circo Bush obtuvo mayoría casi absoluta el Partido Socialdemócrata. Todo lo contrario de lo que había conseguido el minucioso y eficaz Trotski, contando con más tiempo y menos improvisación, en Rusia. Se convocó un Congreso Nacional de Soviets alemanes. Los socialdemócratas interpretaron que esto equivalía a la disolución del Parlamento, por lo que impidieron que volviera a reunirse. Para la dirección del Partido Socialdemócrata la situación era insostenible. Durante 8 semanas hubo dos Gobiernos: uno del Reich, con Ebert como canciller, y otro soviético, bajo la presidencia de Haase, presidente a su vez del Partido Socialdemócrata Independiente. Aunque Ebert iba ganando todos los enfrentamientos, todas las elecciones, y los altos funcionarios sólo obedecían al canciller “de verdad”, sus seguidores consideraban a los revolucionarios como los verdaderos enemigos y dirigían sus ojos a los militares y funcionarios imperiales para que los salvaran del peligro. No obstante los conservadores también consideraban a éste otro traidor. Las negociaciones para el armisticio continuaron, enviando a la comisión “negociadora” al diputado del Zentrum católico Matthias Erzberger: con ello los socialdemócratas también traspasaban a este Partido su responsabilidad sobre el resultado final del “Tratado de Paz”.

Los militares repetirían, posteriormente, que no habían participado en ellas ni tenían ninguna culpa de su resultado, que era sólo consecuencia de la ineptitud de los políticos, especialmente de los socialdemócratas de la República de Noviembre, a quienes culpaban de todo. Ya veremos que no fue así. Los nacional-socialistas sacarían partido de ello. En una llamada telefónica a Groener, el nuevo Primer Comandante General del ejército imperial, en la ciudad belga de Spa, Ebert le planteó la lealtad del ejército a la República (o temía una reacción similar a la rusa tras del armisticio, o bien intentaba utilizar al ejército contra los revolucionarios, como había previsto el emperador) a lo que aquél le respondió que la condicionaba a que respetase los altos cargos del ejército (los aliados, especialmente los franceses, exigían la reducción de las fuerzas armadas alemanas: es decir, era un planteamiento corporativista, de privilegio para los altos mandos militares) y la disolución de los soviets. Con tal garantía, el 11 de noviembre Alemania firmó las “condiciones” de paz, en las que Gran Bretaña y Francia impusieron su voluntad, en contra de la de Estados Unidos. Ebert recibió a los soldados que desfilaban por Berlín, a su regreso del Frente, como “invictos de un combate glorioso”. Como los aliados occidentales no habían rebasado la línea fronteriza, las tropas alemanas mantenían posiciones en Francia y controlaban 2/3 de Bélgica, y aún no habían firmado ninguna rendición, sino sólo un Alto el Fuego, trataba de elevar la moral de los soldados, haciéndoles ver que no habían sido derrotados, dada la misión que pretendía de ellos: acabar con los revolucionarios. Obsérvese la similitud con los acontecimientos contra la Comuna de París, tras la derrota del ejército imperial francés. De modo que se puede considerar a Ebert como el culpable inicial de que se asumiese que Alemania no había perdido la guerra, lo cual iba a hacer inexplicable que se firmasen capitulaciones tan draconianas. Y, simultáneamente, que los vencedores insistiesen en endurecerlas, puesto que no podían consentir que los alemanes no fuesen conscientes, no aceptasen su derrota, no les sirviera de escarmiento para el futuro.

Y, puesto que no tenían conciencia de que habían sido derrotados, no podían comprender cómo, en tal caso, los políticos aceptaban las imposiciones del Tratado de Paz, cada alemán se preguntaba si no era más conveniente recomenzar la guerra, tras un periodo de rearme y nueva preparación, hasta dejar claro quién había sido el verdadero vencedor y quién debía pagar las indemnizaciones. También colaboró en ello que el derrocado emperador, en el exilio, escribiese unas memorias en las que afirmaba que su intención no había sido iniciar una guerra, sino que se vio obligado a ello en función de los Tratados que había firmado con unos y otros, lo cual no pude considerarse falso. Pero ¿hubiera sido más conveniente, incluso para él, para su dinastía, haber incumplido dichos comprometedores Tratados? Lo cierto es que reforzaba el sentimiento alemán: ellos no habían sido los culpables de la guerra y no tenían por qué pagarla. En las elecciones en el Reino Unido vencieron los conservadores, aunque Lloyd George, prestigiado por el triunfo conseguido en la guerra, se mantuvo como Primer Ministro. Sin embargo toda su política reformista y liberal quedó en la cuneta. En tal situación “Nosotros Mismos” (Sinn Fein) de Eamon De Valera se radicalizó aún más, exigiendo la independencia irlandesa mediante el terrorismo y la guerrilla urbana. En Estados Unidos, después de la Ley de espionaje, se promulgó la Ley de sublevación. Parecía lógica en una situación de guerra, y con el precedente de la revolución bolchevique. Pero significaba enterrar todos los posicionamientos liberales. El Gobierno se adjudicaba la potestad de actuar contra todos los críticos de su política, del sistema. Se producían registros domiciliarios y encarcelamientos arbitrarios. Siglo y medio antes las colonias británicas no habrían permitido tal comportamiento contra los independentistas. La propia población buscaba histéricamente saboteadores, espías o agentes alemanes. Las reacciones propiamente fascistas se iniciaban antes de que tal ideología hubiese adquirido carta de naturaleza. En realidad Hitler no inventó nada. Todo ello debilitaba la posición del Presidente Woodrow Wilson, cuyos postulados de justicia, democracia y autodeterminación de los pueblos aparecían como mera propaganda, sin ninguna base real.

En tal perspectiva Wilson rebajó sus exigencias a sólo tres puntos: supresión de la diplomacia secreta, a la que culpaba del inicio de la guerra, limitación armamentista y regulación del colonialismo. Pero, incluso así, fue rechazado por las “victoriosas” potencias europeas. Este fracaso internacional iba a revertir en las elecciones internas de Estados Unidos. Se iba a iniciar con ello una política aislacionista, semejante a la desarrollada por el Reino Unido en el siglo anterior, de terribles consecuencias para el mundo. El 12 de noviembre, el Consejo (en ruso, Soviet) de los representantes del pueblo alemán anulaba la censura y el estado de sitio, abolía la servidumbre, amnistiaba a los presos políticos, promulgaba las libertades de asociación, reunión y prensa, ampliaba los seguros sociales, incluido el de accidentes laborales, establecía la jornada laboral de 8 horas (según se iba acordando en negociaciones entre las grandes industrias y los sindicatos, objetivo de la Asociación Internacional de Trabajadores o Iª Internacional Obrera) ayuda a los desempleados y el derecho universal a voto, incluso para las mujeres, desde los 20 años. Los sindicatos alemanes tampoco veían con buenos ojos a los soviets. La experiencia rusa les demostraba que, de ello, sólo podía devenir pérdida de poder, de control obrero, y que se verían abocados a la obediencia a la dirección del Estado. Así que sus burocratizados dirigentes hicieron causa común con los socialdemócratas, con quienes estaban vinculados. Tratando de recuperar la iniciativa, en una línea pactista, acordaron con representantes de las grandes empresas, encabezados por Stinnes y von Siemens, el 15 de noviembre, la garantía del orden laboral, el fin de las huelgas salvajes, socavar el poder de los soviets (que, según las tesis de Roza Luksemburg, se basaba en su capacidad de movilizar a los trabajadores y convocar huelgas) y evitar la socialización de la producción, a cambio de dicha jornada de 8 horas, el reconocimiento de los sindicatos como únicos interlocutores -en detrimento de Consejos obreros al estilo soviético- comisiones en todas las industrias de más de 50 trabajadores para supervisar con la dirección el cumplimiento de los acuerdos salariales, y una comisión de arbitraje para resolver futuros conflictos.

Es decir, se comprometían a obstruir cualquier proceso revolucionario, anticapitalista, a cambio sólo de reforzar la existencia de la burocracia sindical, sin aumentar su poder, puesto que la jornada laboral de 8 horas, única medida tangible favorable a los trabajadores, ya había sido aprobada por el Consejo (Soviet) de los representantes del pueblo, y el resto de comisiones carecían de poder de decisión, mayoría obrera o su cometido era etéreo. Todo ello tendría su influencia en la dictadura de Primo de Rivera en España. El 21 de noviembre, a exigencia del Partido Socialdemócrata Independiente, se reunió la Comisión de Socialización, en la que estaban integrados el judío Karl Kausky (teórico marxista, amigo de Engels, aunque Trotski lo despreciaba y Lenin lo consideró un “renegado oportunista”) Rudolf Hilferding (teórico de economía marxista, autor del pretencioso “El capital financiero”, que osaba “actualizar” las tesis marxistas, manteniendo que el imperialismo era la fase superior y última del capitalismo, en la que se encontraban, previa a su derrumbe, en el que se basaba Lenin, que se reconocía desconocedor de la economía, y causa principal de su enfrentamiento con Roza Luksemburg, quien tenía su propio criterio sobre el desarrollo del capitalismo, aparte de oponerse a sus métodos para la conquista del poder) entre otros. Tras seis meses de trabajo sólo consiguieron “Cuerpos de autoadministración” en la siderurgia y las minas de carbón y potasa, sin ninguna confiscación. Los socialdemócratas, a raíz de la experiencia bolchevique, estaban más preocupados por mantener el abastecimiento, y confiaban más en la dirección capitalista que en los soviets de trabajadores y soldados, que habían sustituido la administración municipal en Hamburg, Bremen (en éstas se formaron Guardias Rojas para proteger la revolución) Leipzig y Ghotta, entre otras. En Dusseldorf, Brunswick y otras ciudades se apresó a los funcionarios leales al emperador. En algunas industrias los soviets sustituyeron a la dirección empresarial, a pesar de su inexperiencia en la materia.

Algunos actuaron con avaricia y egoísmo en medio de una situación general de escasez, pero la mayoría dirigieron las empresas de común acuerdo con la anterior administración (antecedente de la futura cogestión) con lo que compartían experiencia e influencia política para conseguir suministros. Se responsabilizaron del reparto de alimentos, el mantenimiento del orden, el control policial y la atención a los soldados que iban volviendo del Frente, en una línea bastante anarquista, que trataba de evitar los errores bolcheviques, con lo que devolvieron la tranquilidad a las empresas y las ciudades. Todo esto produjo constantes conflictos, que Ebert aprovechó para ir mermando la credibilidad de los soviets. El 24 de noviembre, Béla Kun fundó el Partido Comunista de Hungría, con socialdemócratas izquierdistas y socialistas revolucionarios. En Rusia se había nacionalizado todo el comercio interior, intentando evitar la especulación y conseguir el control de los precios en tales tiempos de escasez. Fue un error, que se mantuvo hasta casi el final de la Unión Soviética. El diferente desarrollo del último cuarto de siglo en la República del Pueblo de China, en línea con los postulados de los socialdemócratas austriacos lo confirma. Cuando se acabó con tal nacionalización se la sustituyó por la completa liberalización, lo que también fue un error, que supuso el cuestionamiento y desmoronamiento de todo el sistema, la desintegración final de la Unión Soviética. Lenin estaba convencido de que, después de todo lo realizado, en especial haber conseguido la paz, la insurrección contrarrevolucionaria y su inicial derrota, lograría la mayoría absoluta en las elecciones. Sin embargo el voto campesino, y la abstención de los anarquistas, dieron mayoría relativa a los mencheviques. Fue una tremenda decepción y un terrible golpe a la democracia y a la revolución, que continúa repercutiendo hasta la actualidad. Antes de que se reuniese el convocado Congreso General de Soviets de obreros y soldados, Ebert fue cercando Berlín de tropas. Uno de tales Regimientos se precipitó, disparando el 6 de diciembre contra una manifestación sin armas de Guardias Rojos, causando dieciséis muertes. El 10 de diciembre Ebert había concentrado 10 Divisiones. Entre ellas estaba la División de Marina del Pueblo, recién formada. Todas se negaron a iniciar ninguna lucha: sólo querían volver a sus casas para las próximas Navidades.

La División de Marina del Pueblo llegó más lejos: sospechando que su Comandante estaba de acuerdo con tal putsch (en alemán “empujón”, concepto semejante al de golpe de Estado, terminología de origen francés) lo depusieron. Así que Ebert ordenó la disolución de la misma, lo que se hizo sin pagarles sus atrasos. Comprendiendo el peligro que se evidenciaba, Roza Luksemburg pidió el 12 de diciembre, en “Bandera Roja”, el periódico espartaquista, que los obreros de Berlín desarmaran pacíficamente a las unidades que retornaban del Frente, que se “re-educase” a la tropa, y que los soviets de soldados se subordinasen al Parlamento Revolucionario (que tampoco se reunía) lo que significaba que no se debía obedecer al Gobierno imperial. A pesar de todos los temores, cuando el 16 de diciembre se reunió el Congreso de los Soviets, la mayoría de sus representantes eran socialdemócratas. Liebknecht no consiguió que se aprobase ni una sola de las resoluciones propuestas por la Liga Espartaquista. El 19 de diciembre rechazaron que la nueva Constitución basara la representación popular en los soviets, sino que se aprobó la propuesta del Gobierno de convocar elecciones a una Asamblea Constituyente. Sin embargo aceptaron que el Consejo (Soviet) Central participase en el mando sobre las fuerzas armadas y pudiera designar Oficiales libremente, así como que los soviets de soldados tuviesen poder disciplinario. Es lógico que cualquier institución desee aumentar su propio poder, sea cual sea su lealtad. Pero esto contravenía directamente el pacto secreto de Groener con Ebert. Así que ambos, de común acuerdo, ya que no podían confiar en el ejército regular, desplegaron a los Freikorps (Compañías o Tropas Libres, semejantes a las utilizadas por Beltran Du Guesclin en Francia, contra el Papado, y en España, mercenarias de los Trastámara contra el legítimo rey Pedro Iº) voluntarios campesinos, y, por tanto, retrógrados, tradicionalistas, reaccionarios, monárquicos, que no deseaban su desmovilización, sino integrarse profesionalmente en el ejército, y volver la situación al “orden” establecido, al temor de Dios y respeto a las instituciones, por todo lo cual estaban dispuestos a dar los mayores escarmientos y demostrar sus méritos y buena voluntad, su utilidad y conveniencia. Eran planteamientos muy semejantes a los de las guerras religiosas de los Treinta Años.

El cabo (en alemán Gruppenführer o Jefe de Escuadra, de Escuadrón o Pelotón) Hitler había sido hospitalizado al final de la guerra, al parecer por inhalar gas venenoso durante un bombardeo artillero. Entre otros síntomas quedó ciego, aunque logró recuperarla, sin bien la perdió de nuevo al enterarse que Alemania se había rendido, aunque finalmente volvió a ver. Fue tratado por un psiquiatra, que le diagnosticó de histérico y peligrosamente psicópata, y se le declaró incompetente para el mando. Tal vez fuese consecuencia de la sífilis que padecía. Fue internado en una clínica privada especializada en enfermedades sexuales. La inmensa mayoría de historiadores justifican este hecho por la extirpación del testículo afectado por heridas de guerra. No tiene lógica una extirpación tan posterior al daño, si es que lo sufrió. Y hubiese sido más lógica la intervención quirúrgica en un hospital militar, que tienen muchísima mayor experiencia, sobre todo tras tan espantosa guerra, y que, llegado el armisticio, comenzarían a quedar vacíos. Años más tarde las S.S. atacaron dicha clínica e incendiaron todos sus archivos. Nuevamente la mayoría de historiadores lo relacionan con la extirpación testicular, aunque todo ello parece más relacionado con sus padecimientos venéreos. Dado de alta en el servicio solicitó que no le enviasen a su unidad, ya que ésta se había mostrado fiel a la República Soviética de Baviera. Así que se incorporó como guardia en un campo de prisioneros de guerra. El 23 de diciembre la División de Marina del Pueblo (o Popular) esperó todo el día a que se le pagaran sus atrasos, tras lo cual tomaron la Cancillería. Pero no depusieron al Gobierno, sino que, simplemente, dejaron a Ebert encerrado en su despacho, coaccionando para que se les pagasen sus haberes, sin comprender las represalias futuras que tal conducta les podía acarrear. Al día siguiente, por teléfono, Ebert ordenó que se atacase el palacio. Los marinos resistieron, muriendo 30 personas, entre militares y civiles, en los enfrentamientos. En vista de la situación las tropas gubernamentales abandonaron Berlín, por lo que fueron disueltas o se las integró en los Freikorps, según las tendencias que observaran en ellas. Para aparentar poder tomaron la redacción de “Bandera Roja”. Pero lo cierto era que Berlín estaba en manos de los marinos. Y, nuevamente, desperdiciaron la oportunidad. Toda la teoría de Roza Luksemburg de mezclar disciplina y espontaneidad se desmoronaba.

La única reacción de los cabecillas revolucionarios fue convocar una manifestación para el día de Pascua. Contra ellos se lanzaron los Freikorps. Es lo que los espartaquistas denominaron “Navidad sangrienta de Ebert”. El 29 de diciembre, tal vez empujados por los reproches espartaquistas, el Partido Socialdemócrata Independiente abandonó el Gobierno. No podía ser otro el deseo de Ebert. El grupo Comunistas Internacionales de Alemania convocó la creación de un Partido Comunista. La Liga Espartaquista se integró en él. Sin embargo la mayoría del congreso fundacional eran obreros politizados durante la guerra, sin ninguna experiencia política. El 31 de diciembre Roza Luksemburg, que tanto había criticado los métodos bolcheviques, comprendía ahora que no había otra solución posible, y consiguió que se aprobase su propuesta de Estatutos. Aunque en ellos se indicaba que no se podría tomar el poder sin la clara voluntad de la mayoría del pueblo. La mayor parte de la dirección elegida era espartaquista. Sin embargo el congreso se negó a tomar decisiones tácticas inmediatas: ni a participar en las elecciones a la Asamblea Constituyente ni integrarse en el “parlamentarismo revolucionario” ¿Era más cómodo dejar que otros decidiesen por ellos? ¿Era éste el espíritu revolucionario, siquiera democrático, que demostraban? ¿Eran alternativas demasiado complejas las que se les presentaba? La inoperancia anarquizante demostraba toda la ineficacia producto de la falta de formación en los postulados marxistas. En realidad la mayoría del nuevo Partido era antiparlamentaria, y, siguiendo parcialmente las tesis de Roza Luksemburg, creía que podrían tomar el poder mediante la agitación en las empresas y la presión en las calles. Algo así como el 15-M español de después del desastre provocado en su mayoría por la abstención, que ellos propugnaban, en unas elecciones tan decisivas, aunque éste, peor aún, incluso despreciaba y odiaba a los sindicatos. Turquía había capitulado en Mudros. Estambul fue sometida a administración militar por los vencedores, que comenzaron a ocupar los territorios que se habían repartido previamente.

La revolución soviética y la firma por los bolcheviques de una paz separada con Alemania se utilizaron como excusa para incumplir los acuerdos de reparto del Imperio Otomano con el zar. Es frecuente que, tras obtener el botín, los delincuentes no se vean tan predispuestos al reparto como al tiempo de la necesidad, la petición de colaboradores y las promesas. El Imperio Otomano (o sea, castellanizado, la herencia del fundado por Osman o Usman, a partir del reino de Rom o Rum, deformación de Roma, cuya reconstrucción imperial ambicionaban) desapareció, descuartizado, igual que el Austro-Húngaro, y también colaboraron a que ocurriese algo parecido con el zarista. Tripolitania se proclamó república. Británicos y franceses impidieron la creación de un Estado panárabe, opuesto a sus pretensiones, con lo que incumplían las previsiones del Convenio Sykes-Picot. Al contrario: el Reino Unido azuzó al sultán uajbí de Nayd en contra de Jusaín. El emir Faisal Iº se hizo con el control, de hecho, de Siria. Los soviéticos declararon que renunciaban a las posesiones, presiones, pactos y al recobro de los préstamos a Irán, por considerarlos que habían sido impuestos injustamente por los zares. Tal vez esperasen con ello atraer las simpatías de los movimientos revolucionarios. Sin embargo, éstos y el hambre habían llevado al país a una extrema debilidad, que el Imperio Británico aprovechó para quedarse con todo su territorio y todas las concesiones. Togo, Camerún y el Africa Suroccidental Alemana fueron ocupados por colonos y tropas británicos. Sólo Lettow-Vorbeck con sus escasas tropas y tácticas de guerrilla pudo mantener la resistencia en el Africa Oriental Alemana, frente a las tropas portuguesas e hindúes, hasta el final. En el Tratado de Versalles, Alemania se vio obligada a renunciar a todas sus colonias que, en principio, quedaron bajo la administración fiduciaria de la Sociedad de Naciones. En el reparto final de las africanas el más beneficiado fue el Reino Unido, que se quedó con todo el Africa Oriental Alemana (Tanganyka) 1/5 del Camerún, y la zona oriental de Togo. Francia se quedó con casi todo Camerún y la zona de Togo lindante con Dajomey, inicialmente como administración fiduciaria. Ruanda y Urundi fueron anexionadas por el Congo belga. El triángulo de Kionga pasó a Portugal. La Unión Sudafricana se quedó con el Africa Suroccidental Alemana, la actual Namibia, en calidad de “mandato”.

Las antiguas colonias africanas alemanas que “no se encuentran todavía en condiciones de autogobernarse” (en realidad las de menos rentabilidad económica) quedaron bajo una tutoría internacional ejercida por la Sociedad de Naciones. La expansión imperialista se transformó en consolidación colonial, desaparecieron las luchas tribales, mejoró la seguridad interior, todo ello interrelacionado con el desarrollo económico y una administración colonial más abierta, especialmente la británica. Todo ello produjo un aquietamiento del Continente africano, dominado por completo por Europa, excepto las independientes Liberia y Etiopía. Sin embargo las exigencias de autodeterminación y equiparación de derechos fueron cada vez más insistentes entre bereberes y norteafricanos, como constató Francia en su Departamento de Argelia y sus “protectorados” de Túnez y Marruecos. En Cantón se nombró un Gobierno republicano alternativo, que designó Generalísimo a Sun Yat-sen. Sin embargo éste dimitió, al considerar que era más importante reunificar al escindido Kuo-Min-Tang, el Partido de la revolución, en realidad puramente nacionalista. Ante las discrepancias en los planteamientos, objetivos y métodos de oposición al dominio británico, los moderados abandonaron el Congreso Nacional hindú, constituyéndose en Partido Liberal, que no tuvo ninguna resonancia. Sin embargo sí tuvo gran importancia para que, con la ausencia de éstos, los demás adoptaran decisiones más radicales, como ataques terroristas. Como reacción, desoyendo las recomendaciones de personalidades hindúes, los británicos promulgaron la Rowlatt Act, que restringía las libertades e imponía procesos sumarios contra dicho tipo de delitos. En Lahore, en el Punyab, unas 20.000 personas, en su mayoría estudiantes, se manifestaron pacíficamente contra dicha Ley. Al no disolverse, el Gobernador, Sir Michael O’Dyer, ordenó disparar indiscriminadamente contra ellos. Algo similar ocurrió en otras ciudades, por lo que, en algunas, se decretó la ley marcial, sin publicarla adecuadamente. Como consecuencia, una multitud resultó cercada y, sin previo aviso, recibió fuego de fusilería a 100 mtrs. de distancia, calculándose entre 500 y 1.000 muertos, que fueron devorados por los perros en las calles, al impedirse a sus familias salir de sus casas para asistirlos o recogerlos.

O’Dyer fue homenajeado como salvador del Imperio Británico, recibió grandes honores, una espada y 20.000 libras esterlinas de premio. Con lo cual semejantes comportamientos se estimularon: en otras zonas se quemaron aldeas enteras y se utilizaron ametralladoras contra grupos desarmados. Indudablemente la inmensidad de la población hindú atemorizaba a los británicos, dada la imposibilidad de resistirla si decidían emplear la fuerza para expulsar a los extranjeros. Claro que esto habría provocado muchas más muertes. El odio hacia los invasores no había sido tan fuerte desde la insurrección cipaya. El premio Nobel de poesía de 5 años antes, Rabindranaz Tagore, hijo de un majarichi del movimiento Brahmo Samach y dirigente del Alí Baba Somach, hermano del primer funcionario hindú de la administración colonial, el que compondría los himnos nacionales bengalí e hindú, renunció por tales hechos al título de Caballero de la Corona Británica que había recibido tres años antes

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